Cada mañana hacen el relevo. Salen del cajero donde han pasado la noche. Entran los empleados del banco. Se saludan. Se conocen. Conviven.
Hay uno en un portal cercano a mi casa. Lo veo cada noche cuando saco a mi perro. Le gusta mi perro. Se hacen caso. A las diez se fabrica la cama en la que va a pasar la noche. Los vecinos le dan comida y mantas. Jamás le falta agua. Conviven.
Con la casa a cuestas. Cuatro trastos y muchos recuerdos. De otra vida, de otro mundo. Hace frío.
Sus cuerpos aquí. Sus pensamientos allá. En otro tiempo, otro espacio. Otra vida. El pasado es pesado. Todo el futuro es hoy.
No puedo evitar pensar que fueron niños. Da igual de qué país, raza o cultura. Da igual, fueron niños. Y como a todos los niños, les gustaron las mismas cosas.
Les gustó correr, saltar, bailar, cantar, gritar. Se cayeron. Lloraron. Les gustaron las pelotas, los coches, las muñecas, los cromos, los lápices de colores, los helados. Se subieron a los árboles. Dibujaron. Rieron.
Se ilusionaron con algo. Vivieron navidades. Nadaron en verano. Fueron adolescentes, compartieron confidencias con amigos. Se enamoraron.
Pero en un momento dado, la vida les metió en un camino paralelo. Adiós futuro. Adiós esperanza. Adiós sonrisas. Adiós vida.
Desde entonces solo su mundo interior, solo el hoy. Desde entonces, solo agarrarse muy fuerte a ellos mismos, cerrar los ojos y viajar lejos, muy lejos.
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