Ayer escuché una historia triste y bonita, una historia que me conmovió. Un cúmulo de circunstancias adversas hicieron que lo perdiera todo. Ella acabo sola, sin nada. Sin nadie. Se pasó quince años viviendo bajo un puente. A sus hijas se las llevó el padre. No volvió a verlas. Ni familia ni amigos. NADA. Una bolsa con cuatro cosas y un corazón destrozado. Y su orgullo. Sentía vergüenza. Tenía cabeza. La sigue teniendo.
Iban pasando los días, los meses, los años. Quince largos años pasaron hasta el día que decidió salir de ahí. Se tragó su orgullo, su vergüenza y con un corazón de piedra y una mirada deseosa de vida, se alejó de su puente para pedir ayuda.
No ha sido fácil, pero ahora tiene casa, trabajo y un compañero de viaje. Le costó volver a dormir en una cama. Aprendió de nuevo a comer, a lavarse. Sus hijas siguen siendo asignatura pendiente. Ella, mirándote a los ojos, te habla de páginas que se pasan y jamás volverán. Ella, con una voz profunda llena de sabiduría de la vida, habla de hojas en blanco en las que hay que empezar a escribir. Ya tiene la hoja en blanco preparada. Alguna frase ya ha escrito en ella. Ha obtenido respuesta. Lo conseguirá. Ya lo perdió todo, a partir de ahora solo puede ganar.
Es sabia e ingenua a la vez. Sensible y dura. Incrédula y esperanzada. Racional y emocional. Recelosa y confiada. Triste y alegre. Ella es todo a la vez. Es todo lo que puede caber en un ser humano, porque en ella cabe TODO.
Disfruta de lo que jamás pensó que podría disfrutar. No quiere olvidar. A la pregunta de qué es lo que más valora de todo lo que ahora tiene, responde sin dudar: «tener a alguien que me coja de la mano».
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